PISTANTROFOBIA, ¿ENFERMEDAD O MODO DE VIDA?
Resulta que lo que a mí me pasa tiene un nombre. Un nombre, por cierto, desconcertante, casi impronunciable. Resulta, digo, que la sensación de que la gente es previsible, el sentimiento de que, por más que te entregues a la vida y las relaciones sociales con ganas de compartir, ayudar, experimentar…A pesar de todo eso, digo, la sucesión de hechos y comportamientos se dan con una precisión matemática; se cumplen como el decálogo de un manual.
“Pistantrofobia”. Ahí es nada. Se define como la dificultad de volver a confiar en la gente. No puedo negar que es un problema porque tiene consecuencias vitales y hacer sufrir. Pero tampoco alcanzo a aceptar que se defina como una patología, algo que debe ser reparado con terapia, porque se supone que no debes padecerlo.
Me pregunto hasta qué punto es saludable o inteligente (me atrevo a decir) seguir viviendo y disfrutando y esperando, así, en general, como si todo lo experimentado no hubiera sido más que una distorsión de la realidad. No digo que no se pueda contar con la posibilidad de encontrar alguna persona que, con sus defectos y virtudes, igual que todos, pueda ofrecer un intercambio honesto. Pero de ahí a transitar por entre los grupos humanos con la alegría y el desenfado, la simplicidad o la actitud evasiva de quien no sabe de engaños, traiciones, mentiras, manipulaciones, egoísmos… en definitiva: estulticia, hay un trecho.
Es curioso que, cuando en Psicología se trata el tema, se parte de “una” traición. Se define el trastorno como la consecuencia de una única experiencia traumática.
Es posible que sea el caso, pero yo digo que si la pistantrofobia de marras la padeces durante mucho tiempo por una sola mala experiencia, tal vez el estulto seas tú.
Sin descartar la posibilidad de que mi modus vivendi de puertas semicerradas y visillos sin descorrer supongan una clara inadaptación y una limitación innegable, no alcanzo a comprender la necesidad de formar parte de un grupo como condición de la propia identidad.
No pretendo expresarme en términos de victimismo. Porque no creo que yo sea la única víctima, y también me sé parte de la decepción que ha podido sufrir alguna gente que ha pasado por mi vida. Es más la idea de ser humano que, indefectiblemente, me surge tras el intento de comprender lo que me rodea.
Lo cierto es que, siendo una persona tremendamente sociable (y esto no es necesariamente paradójico) jamás he soportado la idea de tener que cabalgar al ritmo de normas comunes, pandillas y cosas por el estilo. La idea de responder en mi identidad por los simplificados rasgos comunes que caracterizan al grupo, me ha producido siempre un rechazo contra el que, llegado un momento, me negué a luchar.
Dejé de luchar para sentirme parte de un entorno. Dejé de combatirme por ser aceptada y relacionarme; renuncié a ser un ser social que, para evolucionar, precisa de la aceptación y la inclusión. Aceptación e inclusión que, he comprobado, siempre te pide el precio de no saber quién eres, ni siquiera de preguntártelo. Que siempre te pide el precio de la mediocridad.
Así pues, me perdone el resto del mundo. No se trata de soberbia, pues no entiendo que nadie se pierda nada importante sin mí. Se trata de no poder estar aquí de otra manera, porque, no por muchos intentos puede vivir el pez fuera del agua.